Clarisa
Caminaba desconsolada una niña
entre los arbustos, cercanos al volcán de mi pueblo, llorosa, despeinada,
calladita, mirando hacia el suelo sin mucho qué pensar, quizá, pensaba yo, si
más bien podría estar pensando en lo más profundo que su mente podía rasgar. No
eran más que vestiduras desteñidas, esta niña, entrando en un trance de joven,
con un blusón rosa, casi blanco, bailoteaba entre pasos buscando como no
empapar más sus piececillos por tantas tormentas al momento. No solo las de su instinto
sino las naturales.
Yo tenía ovejas, tenía un
pastizal, jazmines, nubes y hasta otoños,
ella se paseaba entre las mangas y cuello de mis jardines y recuerdos,
le acariciaba los cuernecillos a un cabrito que tenía en el lado izquierdo,
alimentándose de las mieles más suculentas de mis abejas. Ponzoñosas amigas de
Clarisa, la niña de los rizos más desnivelados que conocía, una frágil
jovencita sordomuda que me había enseñado a soñar con tan solo cerrar los ojos.
Esos rizos le colgaban entre esas mejillas pastel que tanto me hacían desear
ser madre, vestir a mi niña con los colores más suaves y delicados del mundo. Ella
tan solo saltaba entre arbustos, nubes, jazmines, esa niña era mi niña o por lo
menos la de mis sueños.
Vestía siempre igual, cada día
llegaba a la misma hora, con el mismo peinado indeciso, ojos dormilones, labios
delgados, como dos hojas de mar y esa nariz perfectamente forjada por el mejor
de los menestrales. Ese día, simplemente, ese día mi corazón se hizo pedazos,
mis lágrimas se volvían gotas desgarradoras de sangre, desvinculándome de todo
movimiento me senté, también, bajo la lluvia simplemente a verle pasar, verle
acariciarle los cuernecillos al cabrito, intentar oler los jazmines de mi
tierra, rebotar entre arbustos jugueteando, triste, ese día llorosa, con el
blusón empapando sus zapatillas de ballet, los rizos alargados de tanto frío,
tanta soledad y silencio, tantos mares no vistos, tanto llanto entre su más
oscura habitación, su instinto a dolor, alegría, fuego, cielo, no lo sabía,
nada decía, nada escuchaba, le era pecado intentarlo, así lo había destinado la
casualidad.
Corrí entre mis lágrimas, la tomé
por el brazo levemente, bajo la lluvia más desnuda que había presenciado, tomé
sus manos y cerré mis ojos tal como la miraba hacerlo, ella también lo hizo y
se dejó llevar por el trémulo más grande de su corazón y del bolsillo de su
blusón sacó un papelillo amarillento, viejo, de agua y sol, amante de las sales
de los volcanes, de sus blusones, de sus secretos, lo puso en mis manos,
llorando, corrimos hasta la casetilla que resguardaba de la lluvia a las
ovejas, lo abrí, un tanto roto, o mucho donde desfiguradamente comprendía las
palabras que más me habrían llenado el alma, Clarisa lo había entendido, era mi
niña, la niña de mis sueños, mi hija, mi sol. La nota decía lo que más me
importaba y lo que más deseaban mis jardines y pese a las lágrimas por sus lágrimas
comprendí que eran de paz, ella solo me escribió: “Si yo fuera de un lugar
tendría que ser de aquí” y pude descansar en paz.
Shirley Romero
Dedicada e inspirada en “Barrio
de los jazmines” Malpaís.
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